Resultamos especialmente ridículos cuando vivimos obsesionados por el parecer de los demás, cuando nos preocupa más nuestra imagen, lo que piensan de nosotros, que lo que en realidad somos y sentimos. Para librarnos de la esclavitud del «qué dirán», que provoca desazón y frena la evolución individual y personal, lo mejor es aprender a comportarse con naturalidad y, sobre todo, ser capaz de reírse de uno mismo. Cuando te intimiden las miradas de la gente o sientas que te has puesto colorado como un pimiento, busca la parte cómica y disfrútala. Nadie se tomará el trabajo de buscar tu lado ridículo si ya está fuera.
EL DESVERGONZADO: ¿QUIÉN DIJO PUDOR?
En el otro extremo de la balanza está el que nunca lo pasa mal: no sabe qué es «morirse de vergüenza» y considera que la mayoría de la gente es cortada, tímida y tremendamente aburrida. Es el típico asocial, que no se preocupa de quedar bien con nadie e incluso se divierte escandalizando al prójimo. Estas personas, a la larga, acaban sufriendo, porque son incapaces de establecer relaciones sólidas con un grupo: no respetan las normas y, en consecuencia, los demás acaban por no soportarles a ellos. Un poco más lejos está la personalidad psicopática, que desprecia las reglas sociales, e incluso a las personas, actuando «por libre».